En La balada del café triste, la célebre novela de Carson McCullers, se incluye una célebre reflexión sobre la naturaleza del amor: «Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. (…) Y el amado puede presentarse bajo cualquier forma. Las personas más inesperadas pueden ser un estímulo para el amor. (…) El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado; y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera lo más mínimo por eso. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor arrebatado, extravagante y bello como los lirios venenosos de las ciénagas. Un hombre bueno puede despertar una pasión violenta y baja, y en algún corazón puede nacer un cariño tierno y sencillo hacia un loco furioso. Es sólo el amante quien determina la valía y la cualidad de todo amor».Decimos que «el amor es ciego». Pero no es verdad que la ceguera del amor nos impida detectar las carencias o defectos del amado. El amor no embota nuestras percepciones ni nuestra sensibilidad, sino que más bien las exacerba. Nadie es tan consciente de los defectos y carencias del amado como el amante; la ceguera que aflige a quien se enamora es de una índole más terrible y destructiva: sabe que la persona amada es tiránica, frívola o egoísta y, sin embargo, la ama; incluso suele ocurrir que esos vicios evidentes de su personalidad, lejos de extinguir su amor, lo aviven hasta extremos de irracional dependencia. Es habitual, además, que el amante confíe en la naturaleza mesiánica de su amor: sabe que la persona que ama es mentecata, grosera, insoportablemente banal, pero piensa que la fuerza arrebatada, extravagante y bella de su amor bastará para transmutar esos defectos en virtudes resplandecientes: y así el mentecato, enaltecido por el amor sin condiciones que le brinda el amado, se tornará discreto; el grosero, sutilísimo; el banal, penetrante. Es cierto que el amor puede obrar milagros; y que, a veces, perfectos mendrugos se metamorfosean en seres angelicales, merced al amor incombustible y generoso que les dedican sus amantes. Pero resulta más habitual que el mendrugo siga siendo lo que fue antes de ser amado; como el corcho, permanece impermeable a esa inundación de amor que trata en vano de anegarlo. Incluso puede ocurrir que el amado llegue a odiar al amante, puede ocurrir que su amor llegue a resultarle intolerable. Pero el amante, poseído por la ceguera del amor, insiste abnegadamente en su esfuerzo redentor, la belleza de su pasión –como un esbelto y cándido lirio– lo ofusca hasta el extremo de impedirle constatar que se trata de una pasión estéril, porque crece sobre una ciénaga. Y así el amor se convierte en fuente de dolor incesante para quien ama.
En otro pasaje no menos célebre la misma Carson McCullers propone un lenitivo para ese dolor abrasivo que nos dejan los amores contrariados. Lo hallamos en su cuento Un árbol. Una roca. Una nube. El protagonista es un viejo aparentemente desquiciado que afirma haber hallado la sabiduría del amor: durante años, amó arrebatadamente a una mujer indigna de su amor; cuando ella lo abandona, recorre el país durante cinco años, tratando de encontrarla, en un periplo enloquecedor. Hasta que, de repente, cuando ya se cree perdido, lo invade una rara paz. Descubre que el amor es la «experiencia más sagrada y peligrosa de este mundo»; el viejo empieza entonces a amar las cosas pequeñas que la vida nos ofrece –un árbol, una roca, una nube–, las cosas en las que hasta entonces ni siquiera había reparado (no, al menos, amorosamente), y en esta forma modesta, franciscana de amor encuentra la felicidad: «Veo una calle llena de gente y una luz hermosa entra dentro de mí. Miro a un pájaro en el cielo o me encuentro con un viajero en el camino. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados!». Ese amor numeroso como las aguas del mar y las arenas de la playa, nos viene a decir Carson McCullers, es el único modo de sobrevivir al amor que un día tributamos en vano a una persona que no lo merecía; es también una vía ascendente, un camino de elevación y purificación, una escalera cuyos peldaños nos conducen al amor que no defrauda. Quizá sea una solución demasiado mística, pero esconde una verdad profunda y consoladora sobre la naturaleza del amor, esa fuerza misteriosa que se acumula durante años en el corazón del hombre y que con tanta frecuencia crece, como los lirios venenosos, sobre una ciénaga pestilente.
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