Fichando a Scarlett

Reconocemos que Scarlett Johansson está buenísima; pero nos enamoramos de la vecina de arriba, que nos da más cariño
Como la afición futbolera nunca duerme, aunque sus héroes descansen, la prensa nos da la tabarra durante los meses del verano con los fichajes que los grandes equipos planean para la temporada próxima. Basta abrir un periódico para tropezarte con una turbamulta de rumores, especulaciones y augurios que sitúan a tal o cual estrella o asteroide de la Juventus o el Milán en la órbita de esos equipos autóctonos que han querido hacer de su alineación algo así como una exposición de ganado en la que se muestra la gallina más ponedora, la vaca de ubres más rollizas, la mula más fortachona y así sucesivamente, hasta completar un elenco que provoque la envidia del adversario. A la postre, ciertos equipos multimillonarios acaban pareciendo una versión desquiciada del arca de Noé, en la que conviven estrellas o asteroides de la más variada procedencia geográfica, algunos de parajes que los aficionados ni siquiera sabrían fijar en el mapa. Y yo siempre me pregunto: ¿qué ilusión puede suscitar en un aficionado que el equipo de su pueblo incorpore a su plantilla a un nativo de Sebastopol o Pernambuco?

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Yo tenía entendido que la afición a un equipo de fútbol nacía de un sentimiento de fraternidad o apego a la patria chica, de esa querencia sentimental, amasada de orgullo y nostalgia, que a uno le provoca comprobar que tal o cual jugador se ejercitó pegando patadas en la campa de su pueblo, o que estudió en su misma escuela, o que terminó casándose con aquella muchacha a la que piropeamos en una verbena. La afición al fútbol es, a la postre, como la brisa del amor: uno puede reconocer que Scarlett Johansson es la maciza número uno del universo, pero, salvo que sea un fantasioso o un soplagaitas, de quien se enamora en cuerpo y alma es de la vecina de arriba, que probablemente no reúna circunstancias anatómicas tan apabullantes, pero que es la mar de salada y cuando sonríe nos provoca una desbandada de mariposas en el estómago. A mí, eso de enamorarse de Scarlett Johansson, qué quieren que les diga, se me antoja una pasión estéril y un poco zascandil; y, aunque fuera el hombre más adinerado del planeta Tierra y pudiera comprarme una noche de pasión desenfrenada con la susodicha, me quedaría con la vecina de arriba, que quizá no tenga el cutis tan fino como la Johansson ni unas tetas tan torpedas, pero que, a cambio, acepta mis requiebros por pura efusión cordial, porque incluso con mi barriguita y mi alopecia a cuestas le parezco un tipo simpático, ocurrente y no demasiado cochino.

Pues para mí el aficionado que se emociona porque su equipo ha fichado a una estrella o asteroide de Pernambuco o Sebastopol es como el tipo que se enamora de Scarlett Johansson. Dicho lo cual, comprenderán que el único equipo de fútbol que me pone es el Athletic de Bilbao, que amén de ser el equipo de mi pueblo es el único que completa su alineación con las chicas más guapas del vecindario. Hay quienes piensan que si el Athletic de Bilbao persevera en esta tradición centenaria es por motivos estrictamente políticos o incluso racistas; y no negaré que haya algún perturbado que, en su apego al terruño, abogue por tales extremosidades, del mismo modo que habrá algún egoistón que se case con la vecina de arriba porque le sale más barata y, además, le permite juntar los dos pisos y montar un dúplex. Pero la inmensa mayoría de aficionados del Athletic lo somos porque entendemos que las pasiones sanas son las que se vuelcan sobre quien tenemos cerca. Naturalmente, reconocemos que Scarlett Johansson está buenísima; pero nos enamoramos de la vecina de arriba, que nos da más cariño.
Y ser aficionado del Athletic de Bilbao dispensa, además, recompensas sabrosísimas, tanto más sabrosas por ser excepcionales. De vez en cuando, muy de vez en cuando, resulta que la vecina de arriba no tiene nada que envidiarle a Scarlett Johansson; y descubrir que semejante pibón habita encima de nuestro techo constituye uno de los alborozos más enloquecedores que a un pobre mortal le puedan ser deparados. Esto nos ocurrió a los aficionados del Athletic, por ejemplo, cuando se nos apareció Julen Guerrero en mitad de la escalera; y, aunque los años no perdonen, nunca podrá suplantar la estrella o asteroide de Pernambuco o Sebastopol el cúmulo de emociones febriles que aceleraron nuestro corazón, mientras veíamos correr sobre el césped a aquel chaval de Portugalete.

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