He leido este report en la sección de 8 leguas y me he vuelto a sentir más de Madrid que un chulapo vendiendo barquillos. Y me vuelvo a dar cuenta cómo hay que valorar lo que tenemos. Y vuelvo a echarla de menos. No dejes de entrar para ver las fotos. Y es que es verdad que «Madrid, al igual que su cielo, no se acaba nunca, siempre hay algo por descubrir: una tienda, una calle o un letrero».

Fotón de Belén Fernández, antigua profesora de la uni contenida en el albúm "Cómo no me va a gustar Madrid" Madrid desde la carrtera de la Coruña a las 7:30 de la mañana.
por Lucía Martín
A menudo nos dejamos aplastar por los vaivenes de la ciudad que habita, por sus eternos y antipáticos atascos, por el ir y venir de los metros, por el ceño fruncido del viandante y el estrés de las horas punta. Y sumidos en esa vorágine dejamos de percatarnos de la belleza de la urbe que pateamos a diario. Sucede con Madrid: la vivo, la soporto, paso por ella con prisa sin darme cuenta de los tesoros que atesora.
Madrid enamora por sus puestas de sol, sus viejecitos jugando al tute, sus porras y sus tiendas de variantes que conviven con los establecimientos más vanguardistas. Las mejores cosas de la vida son gratis y Madrid nos regala una casi a diario: sus atardeceres que pueden contemplarse a ras del suelo o en múltiples atalayas. Son hermosos, por ejemplo, desde el Puente de Segovia, desde un tren que salga de Atocha hacia Aranjuez o en el Templo de Debod, donde se disfruta de una ancha puesta de sol sobre la Casa de Campo.
El cielo madrileño, aunque las estrellas se olviden de salir en él como cantaba el maestro Sabina, es una paleta de colores a esa hora en la que el día pelea en vano por quedarse: es tal el despliegue de reflejos rojos que ni todas las luces de Navidad del centro pueden competir con semejante rubor.
Rosario de días soleados
El invierno en Madrid es un rosario de días soleados que ya quisieran para sí otras capitales europeas. Las temperaturas cortan la respiración, eso sí, pero es agradable pasear por sus parques con el frío golpeando en la cara. Una opción es el Parque de la Quinta del Molino (avenida 25 de septiembre con Alcalá): el filtro de la distancia hace que sólo unos afortunados disfruten de este oasis que cuenta con un pequeño estanque, una escuela de jardinería y un molino. Se construyó como granja de almendros y lugar de recreo para la familia real en el siglo XVIII.
En primavera, sus árboles despliegan todos sus encantos y en invierno, el paseante puede entretenerse intentando encontrar el fruto seco entre los que alfombran el suelo. Si hace sol es un privilegio sentarse en la hierba con un buen libro, a la orilla del estanque, diminuto en comparación con el del Retiro, pero menos solicitado y más tranquilo. Otro bálsamo para curar las heridas causadas por la jungla de cemento son los Jardines El Capricho (Avenida de Logroño, en Alameda de Osuna). Fundados por la duquesa de Osuna, comenzaron a construirse en 1787, finalizándose en 1839. Tras la muerte de los duques pasaron por diversas manos hasta que fueron declarados jardín artístico en 1943. Read More